En el imaginario colectivo, el espía es evocado como un ser principesco que vive en el país del Edén robando secretos políticos a los países rivales, viviendo al límite y amando a multitud de mujeres bonitas. Sin embargo, ser espía también es una profesión de alto riesgo en la que un actor consumado se ve obligado a representar una función creíble durante muchos años en un país lejano a sus afectos.
Owen Mathews es un historiador británico que ha escrito una biografía altamente nutritiva sobre Richard Sorge, el mejor espía ruso de la época de entreguerras. Sorge nació en Bakú en el seno de una acaudalada familia alemana, luchó en el bando alemán durante la I Guerra Mundial, se afilió al partido comunista germánico y fue un agitador político a pie de calle durante la revolución espartaquista hasta que agentes soviéticos del Komintern lo reclutaron como espía. Su primer destino importante fue Shanghái y, más tarde, Tokyo, donde informó sobre la Operación Barbarroja y sobre las intenciones japonesas de no atacar a la Unión Soviética durante la II Guerra Mundial. Mathews bucea en un inusual ingente archivo para recrear su vida desde su infancia hasta su caída en desgracia, descubierto por la policía secreta japonesa en 1941, juzgado de forma express y mandado a la horca. Sus 48 años equivalen a muchas existencias de gente corriente.