Las fuentes (Les sources, 2023) es la última de las obras publicadas por Marie-Hélène Lafon que tiene como escenario o como punto de referencia la vida familiar en un entorno rural —como Los países (Les Pays, 2012) o Historia del hijo (Histoire du fils, 2020); aunque también L’Annonce (2009), transcurre en una granja de Fridières; por cierto, esta última fue adaptada para televisión en 2016 y está disponible, en streaming, en la web de Arte (https://boutique.arte.tv/detail/annonce)—. De hecho, la localización es muy precisa y, debido a esa exactitud, tal vez muy determinante: la familia de la madre proviene de una granja en Fridières y la del padre de una de Soulages, dos ubicaciones reales separadas por un riachuelo, el Résonnet; la granja en la que se instala la pareja, a unos 90 km de ese accidente geográfico, está ubicada en los alrededores del valle del Santoire, en el departamento del Cantal, el lugar de procedencia de Lafon, que nació en una granja muy parecida a las que presenta en la novela. En una entrevista que concedió a AOC (Analyse, Opinion, Critique) en 2021, Marie-Hélène Lafon describió a su familia de un modo muy parecido a las de sus relatos: «La insularidad es definitiva, inducida orgánicamente por la topografía de la granja: casa y edificios agrícolas, solos en medio de treinta y tres hectáreas de tierra. No hay guardería, sólo conozco a mi hermano y a mi hermana, no tenemos primos y nuestros padres no son gente muy sociable». Un lugar que, además de ubicar la acción, parece imponer una influencia casi telúrica sobre los personajes.
La novela contiene un incipit que proporciona algunas pistas acerca de su contenido, cuanto menos, acerca de las intenciones, tal vez del marco de referencias en el que la autora pretende encuadrar su relato; se trata de un fragmento de la novela corta Colina (Colline, 1928), de Jean Giono, en la que coinciden una concepción mítica de la naturaleza, no tanto como ubicación, sino como sujeto; el hombre natural de Rousseau, apegado a la tierra y aún sin contaminar; pero también el jabalí, un animal que cuenta como antepasado mítico al ejemplar de Erimanto, el cuarto trabajo de Hércules, y paradigma del eterno enfrentamiento entre el hombre y la naturaleza.
La misma precisión, casi obsesiva, geográfica tiene un reflejo en el marco temporal, no menos concreto, de los capítulos —fechas concretas que, además, les proporcionan el título—: el primero sucede un año antes de mayo de 1968, antes, pues, de los vientos de libertad que trajo aquella fecha; el segundo en 1974, al inicio del mandato de Giscard d’Estaing como presidente de la República, que también un año después, en 1975, aprobó una ley que posibilitaba el divorcio en casos de mutuo acuerdo; y el tercero, aislado temporalmente, fechado a más de cuarenta años del anterior, refuerza esa separación, también mental, con los hechos narrados en los dos anteriores.
Estos antecedentes, sin embargo, no consiguen precisar cuál es el trasfondo del relato: ¿es una crónica familiar, un retrato de la sociedad rural, un relato sobre el peso de las tradiciones, sobre la influencia de los orígenes? ¿Una historia de la humanidad? ¿Todas a la vez, o ninguna de ellas? También el índice refuerza esa perplejidad inicial, tres capítulos —cada uno dedicado a un personaje distinto— de muy diversa extensión: cincuenta y seis, veintitrés y tres páginas; pero esa disparidad es empleada para señalar al verdadero protagonista, la madre de la familia, a cuya voz Lafon concede el relato más extenso. En cuanto a los otros dos, Pierre, el marido, tiene poco que decir como no sea centrar su discurso en los agravios sufridos; y Claire, la hija, un personaje fuera de la trama —aunque sufriera sus consecuencias por algún tiempo—, solo necesita tres páginas para saldar sus cuentas con el pasado.
Formalmente, el texto muestra una magistral adecuación entre el punto de vista y el estilo —es decir, el lenguaje— utilizado en cada una de las partes, preciso y simple, centrado en lo esencial, sin adornos superfluos ni grandilocuencias, sin literatura, sin exhibicionismo, como si la tragedia pudiera prescindir del lenguaje explícito y atroz; como si, por el contrario, mediante la economía de palabras se pudiera reforzar la intensidad del relato siempre y cuando la gramática —incluida la puntuación, no siempre respetada en las traducciones— y el vocabulario sean precisos, dando como resultado un texto descriptivo en el que, a pesar del tema, quede poco lugar para la compasión o para la piedad. Un elemento, tan complementario como definitorio, de ese estilo áspero podría derivar de la tierra, el terroir, en que se desarrolla la acción, y permitiría especular, como sucede con otros autores —Pierre Bergounioux entre ellos, aunque en su caso no se traduce tan directamente en el lenguaje utilizado porque este no acostumbra a dar voz a sus personajes de forma tan directa como Lafon—, con la cadena de concatenaciones que da lugar a las escenas que describen en sus libros: la configuración geográfica provoca un aislamiento de la región; este aislamiento determina unas relaciones particulares del hombre con su entorno y con sus semejantes, posibilitando la emergencia de unas violencias, en el sentido de la fuerza abundante —vis, fuerza, y -olentus, abundancia— necesaria para sobrevivir en un medio hostil; estas violencias no son solo físicas —parece que el hombre traspasa la violencia con que debe tratar la tierra si quiere que sea productiva a las relaciones con sus semejantes, particularmente con su familia—, sino que el retraso provocado por el aislamiento, que no le ha permitido un desarrollo intelectual adecuado, se traslada también al lenguaje; finalmente, ya no son solamente los personajes quienes ven limitada su capacidad de expresión, sino que son, también, los propios autores, al adoptar el punto de vista de sus personajes, quienes explotan esa particularidad expresiva.
Estilísticamente, la combinación de acción y corriente de conciencia provoca un singular efecto de interrupción; después de exponer un hecho, generalmente en tiempo presente, la concatenación con el hecho siguiente queda interrumpida, penetrada, perturbada por la conciencia del narrador, que no se refiere siempre y forzosamente a algo relacionado con el hecho que está sucediendo, sino que, por medio de una anárquica, a veces incoherente, asociación de ideas, efectúa un salto al pasado en el que el protagonista del capítulo —también en el caso del padre, aunque desde otro punto de vista— funda su agravio. El uso de un narrador en tercera persona que actúa incluso incidiendo en los pensamientos de los personajes mediante el discurso indirecto permite evitar la primera persona, eludiendo de ese modo la sospecha de parcialidad o de inverosimilitud; con esta decisión de estilo, los silencios que se producen en la familia, particularmente por parte de la madre, son sustituidos por esas incursiones de la voz narradora en el pensamiento de los personajes. Este recurso provoca la inmersión del lector en el dolor de la madre pero, al mismo tiempo, la falta de comentarios de carácter moral por parte del narrador lo deja al margen, reducido a su papel de espectador, de modo parecido a los que sucede con los personajes secundarios, que asisten en silencio al naufragio, lo perciben en toda su magnitud y, sin embargo, permanecen en la orilla.
Retrato de Olivier Roller.